Un camino de felicidad que se torció
Mi infancia y adolescencia fueron etapas felices, llenas de amigos, risas y experiencias comunes. Las relaciones amorosas iban y venían, como suele suceder a esas edades. Sin embargo, a los 25 años, el alcohol dejó de ser solo una forma de entretenimiento y se convirtió en una vía de escape. En lugar de ayudarme a socializar, comenzó a ser el medio para dormir, olvidar y evitar enfrentar los problemas.
Una relación tóxica y el inicio de un mal hábito
A esa edad, mantenía una relación con un novio que disfrutaba demasiado la vida nocturna. Las llamadas de mis amigas alertándome sobre sus salidas a discotecas mientras yo dormía confiada se hicieron constantes. Esto generó en mí un profundo estado de ansiedad, impulsado por el miedo a ser reemplazada por alguien «más guapa, más inteligente, más interesante».
El insomnio se convirtió en una pesadilla. Una noche, desesperada por dormir, probé un trago del coñac que mi padre solía agregar a su café. Aquel primer sorbo me adormeció y me permitió descansar. A partir de entonces, lo repetí cada noche. En pocos días, un solo trago dejó de ser suficiente y comencé a aumentar la dosis.
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El abismo del alcohol y los ansiolíticos
Terminar esa relación fue un gran paso, logrado con la ayuda de una psiquiatra que me recetó Tranquimazin para manejar la ansiedad y recuperar el sueño. Sin embargo, aquello solo fue el inicio de un vínculo peligroso con el alcohol y los fármacos.
Con los años, el consumo se intensificó. Tras el trabajo, seis cervezas combinadas con Tranquimazin se convirtieron en mi ritual nocturno. Sin darme cuenta, había caído en la adicción, sin percibir los efectos devastadores que traería en el futuro.
Un matrimonio precipitado y la recaída
A los 30 años me casé, ilusionada con la idea de formar una familia. Dejé mi empleo para ser ama de casa, pero en solo tres meses la relación se fracturó. La desesperación por casarme y tener hijos me había llevado a tomar una decisión precipitada. Durante el noviazgo, el alcohol nos acompañó a ambos, nublando mi percepción de la realidad.
En un intento de reconciliación, quedé embarazada. Ambos deseábamos una hija pelirroja con pecas. No obstante, debido a mi tratamiento para la depresión, mi médico me advirtió sobre los riesgos de continuar con la medicación. Decidí dejarla de golpe, lo que desencadenó un síndrome de abstinencia brutal. El insomnio, los temblores y la desesperación me llevaron a un estado de zombi.
Mi expareja, incapaz de lidiar con la situación, presionaba para interrumpir el embarazo. Finalmente, ingresé a una clínica de desintoxicación, donde logre abandonar el alcohol y las benzodiacepinas. La relación terminó definitivamente, pero mi embarazo continuó sin complicaciones.
El impacto del alcohol en mi hija y mi recaída
En 2004, di a luz a una bebé sana y hermosa. Durante sus primeros años, me mantuve alejada del alcohol, concentrándome en mi papel de madre. Sin embargo, cuando ella ingresó a la guardería y yo volvií al mundo laboral, todo cambió. Perdí mi empleo y, con el aburrimiento y la desesperanza, el alcohol regresó a mi vida.
Primero fue una cerveza, luego cuatro jarras. Dormía toda la tarde hasta la hora de recoger a mi hija del colegio. Al principio, ella no notaba nada, pero con el tiempo se dio cuenta. Me veía tambaleante, con el habla afectada. A sus cinco o seis años, mi hija ya sufría las consecuencias de mi adicción.
Mis padres intentaron ayudarme, pero las intoxicaciones etílicas eran cada vez más frecuentes. Mi hija, con temor, pensaba que «mamá se moría» cuando me desplomaba inconsciente. Consciente de su miedo, intenté dejar el alcohol por mi cuenta, lográndolo por un mes, pero luego volví a caer.
Un nuevo amor y una batalla aún más dura
Conocí a un hombre maravilloso, mi actual pareja. Desde el principio, le confesé mi situación. Aunque intentó ayudarme, el problema estaba fuera de su control. El alcohol ya no lograba su efecto, por lo que recurrí al gin tonic. Lo escondía en casa y lo bebía en la noche para que mi hija no lo notara.
Llegó un punto en que una botella de ginebra no era suficiente. Me caía, me lesionaba, amanecía ensangrentada sin recordar cómo me había hecho daño.
El inicio de mi verdadera recuperación
Un viernes 25 de febrero, desesperada y sintiendo que mi hija se alejaba de mí, decidí buscar ayuda. Encontré en internet la clínica CITA en Barcelona. Llamé y me atendió Gonzalo, cuya amabilidad me llenó de esperanza. Tres días después, ingresé.
Desde el primer día, mis compañeros y terapeutas me recibieron con empatía. Por primera vez, estaba rodeada de personas que entendían mi lucha sin juzgarme. A dos semanas de mi ingreso, mi semblante había cambiado. Mi sonrisa y mi mirada reflejaban una nueva esperanza.
Me esperan tres meses de trabajo personal intenso. Estoy aterrizando en una realidad nueva, donde debo identificar las situaciones que me llevan al consumo. El miedo está presente, pero los especialistas dicen que es una señal sana, pues me mantiene alerta.
Hoy, con ayuda de profesionales y personas que comparten mi lucha, siento que este es mi momento de cambiar. Cada día trabajo en mí misma, con la esperanza de recuperar la vida que el alcohol me arrebató.
Si tú o alguien cercano enfrenta una adicción, busca ayuda. Siempre hay una salida.
Autor: Comunicación Clínicas CITA