El fin de semana pasado he tenido una salida porque ha venido a visitarme un amigo. Que venga desde tan lejos, unos 800 kms, expresamente para verme me deja emocionado, alegre, impresionado. Me sirve para cargar las pilas y seguir trabajando en mis dificultades.
De vuelta al centro, llamo a mis padres y les transmito que me gustaría ir a casa, ver a la familia y a los amigos. Son sólo ganas, ya sé que ahora me toca estar aquí, que me queda mucho por trabajar, mucho camino por recorrer para conocerme. De hecho, es la primera vez en mi vida que me paro a observarme y me dedico tiempo. Mis padres lo interpretan como si quisiera abandonar el tratamiento y me dicen que aún es pronto. La falta de entendimiento me desanima.
Al colgar, miro alrededor, a mis compañeros. La mayoría de ellos son casi recién llegados. Los que estaban cuando ingresé ya se han ido. Me siento solo, ya que soy de los más veteranos, un referente en el grupo. Los otros compañeros que al igual que yo deberían servir de “guía” tienen sus propias dificultades y, lejos de ser un apoyo para mí y para el grupo, son hoy motivo de conflicto.
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Hoy me toca ser “responsable” del día (vaya frase, porque ¿cuándo me toca ser responsable de mi vida?). Tras despertar a los compañeros recojo el malestar de varios pacientes que se habían despertado por los ruidos de la noche anterior, después de la hora de silencio. Me lo tomo como algo personal. Me voy a pasear y me doy cuenta que estoy cabreado. En vez de ir con el grupo decido ir a mi ritmo. Busco un sitio para sentarme y desahogarme. Más tranquilo, pero sin las cosas claras, vuelvo a desayunar. Cada persona que me cruzo me ve en la cara el enfado. Decido que no estoy para nadie. A cada pregunta de cómo estoy respondo: “No es el momento, no sé qué me pasa”.
Y la verdad, no sé qué me pasa. Es una mezcla de enfado, tristeza, agobio junto con impotencia y desesperación.
Realizo mis tareas como responsable del día y acudo a los espacios. Juanjo me dice que no me obligue ni me fuerce.
Esto es lo que hago durante todo el día para observar qué me pasa. Al final de la jornada me voy tranquilizando. He pasado momentos de mucho dolor, de un gran sentimiento de fracaso y de rechazo, de sentir que no valgo nada.
Al día siguiente, comienzo a tomar distancia con lo sucedido. Me doy cuenta de que mi malestar no está provocado sólo por los conflictos en la comunidad sino también por la incertidumbre que me generó hablar con mi amigo del futuro laboral y por la falta de confianza después de hablar por teléfono con mis padres.
Mañana será otro día y seguiré trabajando en los problemas que me han traído aquí. Lo importante no es lo que me ocurra un día sino los cambios que me aporta el tratamiento.
Autor: Comunicación Clínicas CITA