Julio Cortázar nació Julio Florencio Cortázar muy lejos de Argentina, allá por Bruselas hace hoy 100 años. De padres Argentinos, el padre de Cortazar trabajaba para la diplomacia Argentina. Durante la Guerra Mundial los Cortázar pasearon por media Europa antes de llegar a Barcelona y, de ahí, a Buenos Aires. Cortazar es hoy uno de los escritores argentinos más reconocidos, pero no pisó su propio país hasta los cuatro años.
Hace un siglo, en Bruselas, nació Julio Florencio Cortázar bajo el cielo gris de Europa, lejos de la tierra que lo nombraría hijo predilecto: Argentina. Hijo de padres argentinos, su vida comenzó como un relato itinerante. Su padre, funcionario de la diplomacia nacional, arrastró a la familia por un continente convulso durante la Primera Guerra Mundial: Suiza, Barcelona, y finalmente Buenos Aires, donde el pequeño Julio pisó por primera vez su país a los cuatro años. ¿Cómo imaginar entonces que aquel niño, criado entre maletas y fronteras, se convertiría en un titán de la literatura hispanoamericana, cuya obra sigue latiendo con la fuerza de un corazón joven? Cortázar no es solo un escritor. Es un territorio literario, un laberinto de espejos donde cada generación se reconoce y, al mismo tiempo, descubre algo nuevo. Se afirma, con razón, que es autor de culto para los jóvenes. Pero esta etiqueta, lejos de limitarlo, lo universaliza: sus textos son puertas que se abren de distinta manera según quien las atraviese.
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Los adolescentes ven en Rayuela una rebelión contra lo establecido; los adultos, una metáfora desgarradora de las relaciones humanas. Sus cuentos —Casa tomada, El perseguidor— no son cápsulas estáticas, sino organismos vivos. Como las células de un cuerpo, mutan con el tiempo. Leerlos hoy no es igual que hace treinta años, no porque las palabras hayan cambiado, sino porque el mundo ha girado, arrastrando consigo nuestras certezas. ¿Acaso no es esto la inmortalidad de un texto? Que dialogue sin fin con las épocas, que se reinvente en cada mirada. Pero Cortázar no solo habita en sus libros. Su figura moral brilla con luz propia. En un mundo donde los intelectuales suelen navegar entre contradicciones, él fue un faro de coherencia. Sus amigos —Julio Ramón Ribeyro, Gabriel García Márquez— lo describían como un hombre íntegro, generoso, dueño de una bondad que no era ingenua, sino consciente.
Cuando la dictadura militar argentina ensangrentó su patria, Cortázar no dudó: solicitó la nacionalidad francesa como acto de protesta. Un gesto político, sí, pero también profundamente humano. No renunció a su argentinidad —¿cómo habría podido?—, sino que expandió su identidad, como sus personajes, en un acto de desobediencia contra la opresión. Y es que en él, lo francés y lo argentino no fueron banderas, sino raíces entrelazadas: sus traducciones de Poe o Marguerite Yourcenar son obras maestras paralelas a su creación literaria, testimonio de un hombre que vivió entre idiomas como quien respira.
Hoy, a cien años de su nacimiento, ¿qué perdura de Cortázar? No solo su narrativa, sino una filosofía vital. Sus textos enseñan que la esperanza no es un sentimiento, sino un acto de resistencia. «La esperanza le pertenece a la vida», escribió, y en esa frase late toda su ética: la literatura como herramienta para cuestionar, para no conformarse, para buscar incluso en los agujeros del álbum familiar, en las cartas sin voz.
Sus historias son ventanas abiertas de par en par, invitaciones a saltar al vacío de lo desconocido, porque —como advierte en Rayuela— «lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar». Criticar a Cortázar parece imposible. No porque sea intocable, sino porque su obra desarma los lugares comunes. ¿Cómo juzgar a un autor cuyos cuentos juegan con el tiempo como un niño con un caleidoscopio? ¿Cómo no admirar al novelista que convirtió París en un tablero de ajedrez y a Buenos Aires en un sueño recurrente? Su prosa, precisa y poética, no busca complacer: desafía. Nos obliga a desconfiar de la aritmética simple, de ese «uno más uno» que a veces es dos, a veces ninguno.
Por eso sigue siendo un escritor esencialmente joven: no ofrece respuestas, sino preguntas que queman en las manos. Los clásicos no envejecen; se adaptan. Rayuela, publicada en 1963, ya no es la misma que leyeron los hippies en los setenta, ni los rebeldes de los ochenta. Hoy resuena en las generaciones digitales, ávidas de narrativas no lineales, de historias que se navegan como hipervínculos. Casa tomada, por su parte, ha sido reinterpretada mil veces: como alegoría política, como metáfora de la pandemia, incluso como símbolo de la lucha contra lo invisible. Y ahí reside el genio cortazariano: su capacidad para ser, simultáneamente, un autor de su tiempo y de todos los tiempos.
Pero Cortázar no es solo pasado. Es futuro. En una era de algoritmos y superficialidad, su obra reclama lentitud, profundidad. Nos recuerda que leer no es consumir, sino dialogar; que un cuento no termina en la última línea, sino que germina en el lector. ¿Qué mayor legado que este? Un escritor que, desde el siglo XX, nos susurra al oído: la literatura no es refugio, sino aventura. Un riesgo necesario. Al cumplirse cien años de su nacimiento, Cortázar no necesita homenajes grandilocuentes.
Basta abrir cualquiera de sus libros y dejar que sus palabras, impertinentes y libres, nos interroguen. Porque él, como pocos, entendió que la vida no es una suma de certidumbres, sino un rompecabezas deliberadamente incompleto. Y en ese vacío, en esa ausencia de respuestas definitivas, reside su eterna juventud.
Autor: Comunicación Clínicas CITA