Mi ingreso en Cita no fue una decisión fácil, pero ha sido una de las más acertadas e importantes de mi vida. La doble vida que entonces llevaba, era ya insostenible, insoportable. Aunque el ingreso fue voluntario, mi esposa llevaba tiempo sugiriéndome, en todo el espectro de tonos posible, que lo hiciera. Por mí mismo. Por nuestros hijos. Por nuestro matrimonio.
Ahora sólo veo el amor con el que, dulcemente, moldeaba mi predisposición para que, finalmente, optara por ello. La negación del problema dio paso al reconocimiento de la necesidad de pedir ayuda. Me rendí ante la evidencia, y comenzó mi personal proceso de liberación.
Decidido a ingresarme, quedaba lo que consideraba un escollo insalvable: comunicárselo a mis padres y hermanos. Ellos no tenían conocimiento de mi situación. Tratando de comportarme con entereza, acudí a mi padre y le expuse el problema: consumía cocaína y había perdido el control. Lo reconocí, entre lágrimas. Al menos fui capaz de exteriorizarlo. Otro escalón de la elevada grada hacia la liberación.
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Terminados los trámites de admisión, al dejar el edificio principal hacia lo que sería mi residencia, comenzamos a subir un empinado camino de tierra, rasgado por la lluvia, helados sus bordes por la escarcha congelada, zigzagueando por entremedio de una cúpula verde que, de forma intermitente, dejaba ver el cielo azul, como un guiño de esperanza.
Al llegar, caminando desde la zona de aparcamiento hacia la entrada principal, una vez pasado el gimnasio y la pista de pádel, tuve que arrastrar mi equipaje sobre una alfombra de césped amarillento, helado y suspendido de vida. Sentí un escalofrío al pensar que mi alma la sentía marchita, como el pasto que me acogía, congeladas mis emociones, con el corazón atenazado por la pena, la vergüenza y el miedo…
En el río de la Vida, la mía estaba estancada. Como si fuera un trozo de madera que, sin gobierno y en medio de un rápido, queda atrapada en una hidráulica, constantemente dando vueltas sobre sí mismo, en un frenético e imparable remolino. En un bucle de pensamientos, de hipótesis, de preocupaciones, de sufrimientos, de pseudo-conclusiones, inmovilizado por mi peor enemigo: yo mismo. Mientras, un poco más allá de ese remolino, presentía la Vida como un torrente que fluía, rápido, firme, alegre.
Marta, mi socioterapeuta, me advirtió muy acertadamente de que la estancia en Cita es sólo un remanso de ese río. Un alejado recodo en el que, sin miedos ni ambigüedades y sin más dilaciones, hay que atreverse a hacer una honesta introspección y, así, ganar perspectiva en y de tu propia vida.
Ha sido aquí, tras un interminable juicio en el que ejercía de parte demandante y demandada, de acusador persistente e inquisidor, de defensor desbordado e inmovilista y de juez implacable y coludido con la acusación, donde me he dado cuenta de que había dictado, precipitadamente, una injusta sentencia de perpetua condena, sin posibilidad de recurso.
Ha sido en este centro – con la ayuda de los terapeutas (incluida Monnadir) y monitores, el yoga, el pádel, el gimnasio, el sueño y la dieta, las tardes de sol, de lluvia, las horas marcadas por el campanario de Dosrius, las salidas programadas, las conversaciones propiciadas por las reuniones entre compañeros de viaje en las terrazas de Juan y Mohamed, acompañadas de té y mucho sentido del humor … – donde me he dado cuenta de lo fraudulento de este juicio de primera instancia, de la necesidad de recusar al juez, ejercer yo mismo mi propia defensa y poner en duda la totalidad de los argumentos de la acusación: mi estructura de creencias. Era el tiempo de recurrir a una Segunda instancia, los terapeutas. Ya no eran útiles los continuos reseteos. Era necesario un cambio de disco duro y de sistema operativo. Era el tiempo de desarmar el andamiaje montado con mis principios de actuación, revisarlos, utilizar los que funcionan, desechar los que no y sustituirlos por otros. Y, sí, apelé al Supremo, rogando por Su guía y ayuda.
Mi estancia en Cita me está sirviendo, colateralmente, para alejarme del consumo y, principalmente, para desintoxicarme de mi mismo, de mi sesgada forma de pensar, de razonar, de evaluar, de mi precipitada forma de actuar. Está siendo toda una liberación. Ese trozo de madera, de alguna manera, ha salido de ese remolino, incorporándose a un torrente de ideas nuevas que sugieren enfoques más plenos, más esperanzadores, claros o luminosos. Ahora intuyo que mi eje de rotación ha variado, sensiblemente, apenas dos grados, pero suficientes para comenzar a sostener una nueva perspectiva de mi mismo y de mi entorno. Ahora sé cual es mi sitio.
Afuera, cuando deje este centro que habrá sido mi hogar durante 16 semanas, acechan nuevos desafíos. Algunos serán rápidos de diferentes categorías. Habrá meandros y remansos, sin duda. Habrá caimanes vigilando en la orilla. Como también habrá desde suaves cascadas hasta atronadoras cataratas. ¿Estoy listo para comenzar a bajar el río?. No lo sé. Ya se verá. Neti, Neti. Simplemente sé que soy, que estoy en este momento, consciente de mí mismo. Mangalan. Sólo sé que siento el remo firme en mis manos y que, mientras el bote va resbalando al salir de este remanso – como dice Rubén Blades en su canción “Contrabando” -, este indio rema pensando: “que tierra de maravilla”.
Ahora, a pocas semanas de mi salida, el chamuscado césped que me acogió luce verde, brillante. Otra vez la comparación. Me siento como ese reverdecido pasto.
A partir de esta línea, queda lo más difícil: mantenerse. Quedan muchos peldaños de esta empinada grada hacia la liberación. Tantos peldaños como días, en los que habrá que luchar y defender la posición ganada. Cada día es y será un reto. Merece la pena. Merece la alegría de la Vida.
Autor: Comunicación Clínicas CITA