Doble testimonio de PAE

Agrupamos en este texto un doble testimonio de pacientes veteranos de Clínicas CITA, centro para el tratamiento de las adicciones. Su testimonio hace referencia a uno de los recursos distintivos de CITA: la Psicoterapia Asistida por Equinos para el tratamiento de las adicciones.

De todo se puede salir

«Caballos, Espejos del Alma: Cómo Fénix y Géminis Me Enseñaron a Renacer en la Clínica CITA»

Seis meses. Ciento ochenta días de batallas silenciosas, noches frías donde el miedo se aferraba como una sombra, y amaneceres en los que el solo hecho de respirar era un triunfo. Cuando llegué a la clínica CITA, traía conmigo más que una maleta: cargaba el peso de recaídas que me gritaban que jamás podría escapar de las garras de la adicción. Hoy, al borde de mi reinserción, miro atrás y comprendo que la verdadera cura no vino solo de las terapias o las palabras bienintencionadas, sino de cuatro patas, crines al viento y miradas que reflejaban mi propia lucha. Fénix y Géminis, mis caballos, mis cómplices, mis maestros. Ellos tejieron el puente entre mi caos y mi libertad.

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    La Adicción: Un Laberinto Sin Salida (Hasta Que Llegaron Ellos)

    Confieso que, al inicio, la idea de incluir equinoterapia en mi tratamiento me pareció un cliché. ¿Qué podía enseñarme un animal sobre mi adicción? Pronto descubrí que los caballos no «terapian»: desnudan. Fénix, un alazán de ojos inquietos que llegó aquí marcado como «irrecuperable» por su pasado traumático, se convirtió en mi espejo. Las primeras sesiones fueron un duelo de resistencias: yo forcejeaba por controlarlo, él retrocedía, desconfiado. Hasta que un día, exhausta, dejé caer las riendas y lloré. Entonces sucedió lo inesperado: Fénix se acercó, rozó su hocico con mi hombro y se quedó quieto, como si entendiera que su presencia era el único lenguaje que necesitaba. En ese instante, comprendí lo que ningún manual de psicología me había explicado: la recuperación no se basa en el control, sino en la entrega.

    Géminis: La Lección de los Pequeños Pasos

    Si Fénix fue el espejo de mis miedos, Géminis, una yegua gris de andar sereno, se convirtió en mi guía hacia la paciencia. Recuerdo una tarde especialmente dura, tras una recaída que me hizo cuestionar todo. Mientras intentaba montarla, Géminis se negaba a avanzar. Frustrada, el terapeuta me susurró: «No la obligues. Pregúntale qué necesita». Bajé, me situé frente a ella y respiré hondo. Entonces, Géminis dio un paso hacia mí. Solo uno. Pero en ese gesto mínimocapté la esencia de la recuperación: no se trata de correr hacia la meta, sino de honrar cada paso, por pequeño que sea. Aprendí que las recaídas no son fracasos, sino recordatorios de que incluso los retrocesos pueden ser parte del camino.

    Terapeutas y Compañeros: La Red Que Sostuvo Mi Caída

    No ignoro el papel crucial del equipo humano de CITA. Los terapeutas, con su mix de firmeza y ternura, desarmaron mis excusas con preguntas incómodas que, al final, resultaron ser bálsamos. Y mis compañeros, esos guerreros anónimos que compartieron sus historias en círculos donde el silencio era tan elocuente como las palabras. Pero si hoy puedo mirarlos a los ojos y decirles «gracias» sin avergonzarme de mis lágrimas, es porque Fénix y Géminis me enseñaron a sostener la mirada sin huir. Los caballos no juzgan las caídas; enseñan a levantarse con dignidad.

    Las Mañanas Que Cambiaron Mi Vida

    Hay una rutina sagrada aquí: despertar al alba, caminar hacia los establos con el rocío mojando las botas, y sentir el calor de los resoplidos al acercarme. Fénix siempre golpea su pezuña contra el suelo como saludando; Géminis alza la cabeza con elegancia, como una reina que concede audiencia. Esos momentos, aparentemente simples, reconfiguraron mi cerebro adicto. En lugar de ansiar la sustancia, empecé a anhelar el sonido de sus pasos sobre la tierra, el modo en que sus cuerpos respondían a mi voz temblorosa hasta volverse firme. Los caballos no entienden de promesas vacías: exigen coherencia. Y en esa exigencia, encontré mi fuerza.

    La Despedida: Un Hasta Pronto Con La Promesa de Volver

    El martes parto hacia «la torre», la siguiente fase de mi reinserción. Dos días sin verlos suenan a eternidad, pero sé que este no es un adiós definitivo. Porque CITA no es un lugar: es una filosofía. Y Fénix y Géminis no son animales: son cómplices de mi renacimiento. A quienes quedáis aquí, pacientes y terapeutas, os llevo tatuados en el alma. Gracias por aguantar mis rabietas, mis dudas, mis noches de «no puedo más». Pero sobre todo, gracias por presentarme a estos seres de cuatro patas que, sin pronunciar una palabra, me gritaron: «¡Tú también puedes cambiar!».

    Para Quienes Aún Dudan del Poder de un Relincho

    Si estás leyendo esto y piensas que ninguna terapia funcionará contigo, te reto a que mires a un caballo a los ojos. No verás lástima ni discursos motivacionales baratos. Verás reflejada tu propia capacidad de resiliencia, tu instinto de lucha, tu derecho a tropezar y volverte a erguir. En CITA, los caballos no son un «extra» del tratamiento: son los aliados que te recordarán que, como ellos, llevas dentro un espíritu indomable. La adicción quiso robarte la vida, pero ni Fénix, ni Géminis, ni tú, están aquí para rendirse.

    Un último roce de hocico contra mi palma. Un último «hasta pronto». Y ahora, a volar.

    doble testimonio

    Ella nunca se rendía

    “La noticia de la partida de Kadisha resuena como un eco profundo en el corazón de quienes tuvimos el privilegio de cruzar caminos con ella. No se ha ido una simple yegua; ha partido un alma noble, un puente silencioso entre el mundo humano y la esencia pura de estos majestuosos seres. Su existencia trascendió lo terrenal: fue maestra sin palabras, compañera de batallas calladas, testigo de risas, confidencias y momentos en los que el peso del mundo pareció desvanecerse al ritmo de sus cascos. Kadisha no solo enseñó a montar: desentrañó el lenguaje secreto de la conexión entre especies. En cada relincho suave, en cada mirada serena que calmó ansiedades, en cada paso firme que sostuvo a jinetes titubeantes, escribió un manual invisible sobre la paciencia, la entrega y la humildad. ¿Cuántos de nosotros llegamos a CITA con las manos temblorosas y el alma cargada de dudas, solo para encontrar en su lomo un refugio? Ella no juzgaba inexperiencias ni torpezas; transformaba el miedo en confianza con la elegancia de quien conoce el poder transformador de la empatía.

    Recordar aquel último paseo es evocar una sinfonía de emociones. El sol bañaba la pradera con tonalidades doradas, el aire olía a tierra húmeda y libertad, y Kadisha, con su pelaje brillante bajo la luz del atardecer, parecía una criatura salida de un mito antiguo. No hubo necesidad de riendas tensas ni órdenes imperiosas. Bajo su ritmo—un trote que mecía como una canción de cuna, un galope que despertaba el instinto ancestral de volar sin alas—, uno comprendía que la verdadera maestría no se impone: se comparte. Cada tranco suyo era una lección: aquí, en este instante, no existen los errores del pasado ni las incertidumbres del mañana. Solo existe el diálogo entre dos seres que aprenden a moverse al unísono. ¿Cómo olvidar la sensación de plenitud al sentir su energía vital fundirse con la nuestra, como si las fronteras entre pieles y almas se disolvieran? Kadisha no corría: danzaba. Y en esa danza, nos recordaba que la vida no es una carrera, sino un ritual sagrado que merece vivirse con los sentidos despiertos.

    Pero su legado no se limita a los recuerdos idílicos. En un mundo donde lo efímero se disfraza de importante, ella encarnó valores que hoy escasean: la resiliencia sin alardes, la generosidad sin condiciones, la fortaleza que se nutre de la calma. Mientras otros se agitaban ante la primera señal de estrés, ella permanecía impávida, anclada en una sabiduría ancestral. ¿Cuántas veces sirvió de consuelo para un adolescente herido por sus primeros desengaños? ¿Cuántas veces fue el refugio de un adulto agobiado por responsabilidades infinitas? Kadisha escuchaba sin interrumpir, sostenía sin exigir, sanaba sin pretenderlo. En su presencia, hasta el más escéptico entendía que los animales no son meros espectadores de la existencia humana: son espejos que reflejan lo mejor y lo más vulnerable de nosotros.

    No es exagerado afirmar que cambió vidas. Imaginen al niño que llegó a la hípica con miedo a fracasar y se marchó sintiéndose invencible tras guiarla por un circuito. Visualicen a la mujer que, tras años de lidiar con pérdidas, encontró en sus paseos un espacio para llorar y reinventarse. Contemplen al equipo de CITA, que aprendió de su ejemplo a tratar a cada ser con dignidad, reconociendo que incluso los animales más «ordinarios» guardan historias extraordinarias. Kadisha no necesitó trofeos ni reconocimientos públicos: su grandeza residía en la quietud de su espíritu, en esa capacidad única de hacer sentir a cada persona como si fuera la más importante del mundo durante el tiempo que duraba un paseo.

    Hoy, mientras su ausencia deja un vacío tangible, también siembra una pregunta esencial: ¿qué haremos con todo lo que nos enseñó? Honrar su memoria no se reduce a encender velas o pronunciar discursos elocuentes. Se trata de emular su esencia en los gestos cotidianos: tratar a los animales con la reverencia que merecen, abordar los desafíos con esa mezcla de serenidad y determinación que ella exhibía, recordar que incluso en los días más oscuros, hay belleza en seguir avanzando, paso a paso, sin rendirse. Kadisha no ha muerto: se ha transformado en leyenda. Y las leyendas, como las semillas, perduran cuando las regamos con acciones.

    Que este dolor por su partida no nuble el agradecimiento por haber compartido su camino. En cada brisa que acaricia los campos de CITA, en cada relincho que rompe el silencio al amanecer, en cada risa de un jinete que descubre por primera vez la magia de conectar con un caballo, allí estará su espíritu. Descansa en paz, gran maestra de pelaje y corazón. Pero descansa sabiendo que tu lección más profunda—que el amor verdadero trasciende especies, que la paciencia es una forma de revolución silenciosa, y que hasta el acto más sencillo puede dejar una huella eterna—ya echó raíces en nosotros. Y esas raíces, te lo prometemos, crecerán.”

    Autor: Comunicación Clínicas CITA

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