Una persona no necesita reunir todos los componentes de una personalidad adictiva o estar emocionalmente perturbada para caer en una adicción; basta con que guarde el recuerdo de una experiencia con cierta actividad o substancia que le resultó muy reconfortante, aliviadora o placentera.Más adelante, cuando esa persona sufra un alto grado de stress tal vez se sienta, consciente o inconscientemente, inclinado a tomar otra vez esa substancia o a involucrase en esa situación. Sin que pueda advertirlo, de este modo puede ponerse en marcha un círculo vicioso difícil de detener.
En el caso del alcohol, las drogas, el juego, el sexo, etcétera, los efectos bioquímicos que se producen en el cerebro refuerzan la dependencia.
En muchos sentidos, el proceso de la adicción se puede comparar con entablar una relación. A medida que avanzamos con la relación, nuestro compromiso se intensifica y el influjo que ejerce sobre nosotros es más fuerte.
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Presentamos aquí, las etapas de un amargo matrimonio:
Enamoramiento.
Las primeras experiencias con las drogas, tanto si han sido buenas o malas, nos dejan una marca.
Los primeros contactos suelen dejar encandilado y enamorado. En general, suelen tener un efecto que es importante para esa persona, ya sea que le emocionan, le producen euforia o le tranquilizan. Se genera un cambio de estado de ánimo que, en muchas ocasiones, se experimenta con todo el cuerpo.
Las drogas producen una alteración del equilibrio químico del cerebro, aumentando los neurotransmisores que producen placer. De este modo, a largo plazo, se genera una dependencia de ese nuevo equilibrio químico.
Al margen de los neurotransmisores, las drogas, con su efecto placentero, desinhibidor, euforizante, etcétera, producen cambios a nivel de nuestra subjetividad.
Es común escuchar a la persona que dice que con una copa se siente más cómodo en las reuniones sociales o que puede hablar de manera más elocuente con el otro sexo. Es conocido también el efecto euforizante de la cocaína, que produce deseos de conectar con los demás. Otro ejemplo clásico es la relajación y el placer que produce la heroína o la calma que puede dar también el consumo de alcohol.
Son sensaciones del ánimo buscadas por las personas: Estar alegre, estar tranquilo, ser espontáneo.
A primera vista, el consumo viene a resolver esa carencia, dándole valor al tímido, tranquilidad al nervioso, alegría al apático y entretenimiento al aburrido. De este modo, no es extraño que una persona vuelva a buscar la droga para producir una vez más ese efecto deseado y así evitar, al menos durante unas horas, lo que no funciona.
La luna de miel.
Una vez que una persona tiene claramente identificado que consumiendo tal o cual substancia puede alcanzar, rápido y sin esfuerzo, un estado o una sensación deseada y no identifica esta substancia con algo totalmente negativo, el camino de la adicción está servido.
Las situaciones de stress, de dolor, de frustración o de apatía, entre otras, lamentablemente no son pocas en la vida de una persona. Cada cual tendrá sus problemas: para unos serán grandes mientras que para otros serán pequeños; cada cual encontrará lo que no va para uno mismo, lo que falla o lo que falta. El catálogo es tan amplio y variado como gente hay en el mundo.
Frente a esto, la persona puede verse tentada a intentar cancelar, de manera rápida, estas situaciones o sentimientos y, de este modo, poder seguir adelante.
Si dejamos de lado la “solución inmediata” del consumo, tenemos básicamente dos opciones: La primera, tomar medidas para modificar la situación que nos está incomodando o molestando; por ejemplo, resolviendo el problema, tratándolo, comunicándolo, etcétera. O la segunda opción, si la primera no es posible, será cambiar nosotros mismos frente a la situación, modificando nuestra relación con ella.
Sin embargo, estas dos opciones parecen no ser del todo fáciles de poner en práctica. Sabemos poco sobre cómo modificar las situaciones que nos rodean, ya sea porque no sabemos cómo hacerlo, cómo comunicar nuestros deseos o incluso, a veces, ni siquiera sabemos lo que queremos.
Estamos mucho más acostumbrados a negar nuestros problemas, subestimarlos o directamente no prestarles atención. Evitamos la reflexión y evitamos también poner la mirada sobre nuestras sensaciones y sentimientos.
Durante este período, el consumidor puede disfrutar de todos los beneficios del consumo. Siente que ejerce el control, logra la desinhibición, la calma, la relajación, la alegría, la euforia y el olvido. Todavía es pronto para empezar a ver las consecuencias.
Traición.
Al principio, el consumo parece prestarnos un buen servicio: nos sentimos más atractivos, cómodos, menos aislados, más productivos, poderosos, alejados de nuestros problemas. Sabemos que esto es una ilusión, y sabemos también, que las ilusiones no duran.
Mientras tratamos de mantener esa ilusión, los problemas no hacen más que aumentar y nuestra avidez de sensaciones se intensifica. Se necesita siempre un poco más.
Lo que antes era solo un temor, tal vez sólo una percepción exagerada de los problemas, ahora se convierte en un problema real. Esta rueda comienza a girar y produce una retroalimentación negativa. Podemos ubicar una secuencia en donde primero la persona desconfiaba de sus propias capacidades; segundo, para no pensar demasiado en eso consumía; y tercero, por consumir a un alto nivel, realmente pierde sus capacidades, cumpliendo de algún modo lo que antes solo era un supuesto.
La secuencia se reproduce de manera exponencial. Lo que antes era incapaz de hacer una persona ahora parece posible. El ejemplo clásico es el del cocainómano que primero gasta un poco más de la cuenta un fin de semana, luego se gasta casi todo lo que gana, luego pide prestado y acaba, al fin, robando para sostener la adicción.
En la ruina.
Siguiendo adelante con las etapas, nos encontramos en uno de los últimos escalones. Del mismo modo que, en un principio, la persona buscaba el consumo como un modo de no saber nada de sus problemas, ahora lo repite pero en mayor medida. Los problemas ahora son enormes y, por ende, la necesidad de consumo es mucho mayor. A esto se le agrega el factor de la tolerancia, que es la capacidad del cuerpo a acostumbrarse a una cierta cantidad de droga, lo que provoca la necesidad de consumir cada vez un poco más para obtener los mismos resultados.
En este momento, casi cualquier cosa puede ser un buen motivo para consumir, desde una pequeña discusión hasta el más simple aburrimiento. La persona no aguanta sin consumir, se ha vuelto dependiente de ese estado.
En este momento, tres procesos que se encadenan vienen a reforzar el circuito de consumo:
El deseo de evitar la abstinencia, que comprende tanto síntomas físicos como psíquicos.
Condicionamiento: Los efectos de la droga quedan asociados a una enorme cantidad de lugares y cosas. Cada vez que la persona entra en contacto con esas personas o lugares, recuerda automáticamente el consumo y lo desea.
Alteración de la función cerebral: El desequilibrio de neurotransmisores en el cerebro provoca que, cuando la droga falta, se sienta una enorme apatía y desgana, una sensación de vacío insoportable.
La prisión.
En este momento, el consumo lo ocupa todo, nada ha quedado aparte de esto. Se entra en un franco estado de desesperación, no se ve la salida y el adicto se mantiene obsesionado con consumir. Todas las esferas de su vida se deterioran. Tiene dos opciones: O consumir, ya sin placer, de modo repetitivo e incansable, o la segunda, el terror de la abstinencia.
Este período puede durar más o menos tiempo y puede no detenerse si nada sucede.
De este modo, se está frente a un cruce de caminos: Por un lado, continuar con el consumo, que, a pesar de ser horrible, al menos es algo conocido; por otro lado, afrontar las situaciones, con la incertidumbre que genera lo desconocido.
Dos opciones que pueden llevar a dos sitios bien diferentes. El primero, continuar con lo mismo, con un resultado asegurado, que es la pendiente del consumo desencadenado. El segundo, un camino nuevo, de trabajo y esfuerzo.
(Taller basado en el capitulo 3 del libro Querer no es poder, de Washton y Boundy. Ed. Paidós. Madrid 2011)
Autor: Comunicación Clínicas CITA