Mi primera salida de la clínica

El primer día que podía salir después de mi incomunicación, estaba estable de ánimo pero con una extraña sensación de indiferencia. En CITA me sentía protegido, tranquilo, sereno y aislado. ¿Qué me esperaba fuera?, me preguntaba.

Venían mi esposa y nuestro perro a verme; vería a la persona a la que más quería y a aquel que me demostraba más estima y devoción. Debería haberme sentido muy feliz, pero estaba apático de sentimientos, pensamientos y sensaciones.

Entendía que aquella era una situación muy rara, pero no era capaz de sobreponerme a ella. En mi cabeza daban vueltas multitud de cuestiones sin resolver y soluciones sin concretar.

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    Me alegré mucho al ver a mu mujer, pero no sentía ninguna pasión. ¿Qué me estaba sucediendo? Me sentía como un monstruo.

    Fuimos a almorzar a un restaurante y tuve sensaciones extrañas. Una de las razones por las que ingresé en la clínica fue por alcoholismo. Me cuesta escribirlo, más leerlo y mucho más intentar entenderlo, pero ésta es la dura realidad.

    El restaurante era una prueba más a pasar. Durante el tiempo que estuvimos en el restaurante, incluso viendo las copas de cerveza, las botellas de vino, los chupitos de alcohol, no las veía; no me proporcionaban interés ni deseo. Pero sí me fijé en la botella de vino que estaba en mi mesa y que yo mismo pedí para mi esposa. Pero no pude evitar, quizás por la larga espera entre platos o más probablemente por mi adicción, servirme en dos ocasiones un dedo de vino, suficiente para mojarme los labios pero insuficiente para disfrutarlo. Sorprendentemente, no me gustó.

    Me agobió mucho la gente, el ambiente: mucha gente hablando en voz alta y chiquillos corriendo entre las mesas. Mi esposa me contaba muchas cosas, me enseñaba fotos que me descolocaban, mientras yo perplejo esperaba mi vuelta a mi espacio de paz.

    Estaba con la persona a quien más quería y quería irme. Bajamos a un parque para poder liberar al perro e hicimos algo que no habíamos hecho y deberíamos repetir: me senté en un banco y ella se tumbó en él con la cabeza recostada sobre mis piernas, mirándome, mientras el sol daba vida a mis ojos. Ella me miraba con la misma mirada de aquellos años de recién casados, con ternura y amor. Yo la miraba serio y en silencio. Me costaba expresar mi amor y agradecimiento por todo lo que había sufrido por mí y por lo mucho que me había dado. Estaba con la persona que más amaba y no sabía cómo decirle lo mucho que la quería.

    Llegó la hora de la despedida. Les dejé y me fui hacia la clínica, andando por el bosque, mirando los árboles, respirando profundamente y pensando en todo lo ocurrido aquel día. Al llegar, tuve la necesidad de hacer ejercicio con una intensidad desmesurada. Después, volví a sentirme liberado, tranquilo, relajado y protegido.

    Autor: Comunicación Clínicas CITA

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