Taller terapéutico: Aprendiendo a amar

Un texto sobre aprender a amar

El autor, del texto, Abraham Godínez, reflexiona sobre dos sentimientos opuestos pero intrincadamente unidos: el amor y el odio. En el centro de desintoxicación CITA utilizamos fragmentos de este trabajo para algunos espacios terapéuticos grupales. El propósito es que los pacientes que quieran tratarse de una dependencia al alcohol, a otras drogas o a comportamientos compulsivos autodestructivos, puedan reconocer sentimientos frente al otro que les provocan sufrimiento y pueden devenir un factor de riesgo en el abuso de las sustancias adictivas. Este es el compromiso de las Clínicas CITA de Dosrius (Barcelona).

Lo opuesto al amor

Lo opuesto al amor no es el odio, sino la indiferencia. Somos indiferentes cuando ignoramos el deseo del otro: sólo sé de mí, ignoro al otro.

La experiencia del odio consiste en atribuir al otro la causa de mi mal. Cuando el otro me dice no, acontece en mí la soledad. La experiencia original del ser humano con la soledad es la del desamparo. Cuando el otro me dice no, siento que no me desea. Desamparado, siento que muero. Odio porque siento que agonizo. La culpa de todo lo que me sucede es del otro. No cumplió con lo prometido: desearme a mí, siempre, sólo a mí. Parecía que éramos Uno; ahora, me deja solo y abandonado. Ése es el momento de los reclamos, de los reproches, de los golpes, de los insultos, de los dramas, de los llantos…

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    Hay quienes no reclaman, pero tratan de apagar su sed con la bebida; quienes no reprochan, pero pretenden saciar su hambre con chocolates; quienes no odian, pero insisten en hacer surgir sus sueños paradisiacos con psicotrópicos. Otros más duermen y duermen; hay quienes se suicidan. El odio hacia el otro puede volcarse contra sí mismo. Es el momento de los navajazos en el cuerpo, de los choques violentos, de las bancarrotas, de actos autodestructivos. También puede ser el momento en que me humillo para que me maltraten: el odio que siento por ti, lo vuelco sobre mí. Golpéame, insúltame, pero no me dejes. Cuanto más amo más necesito al otro; cuanto más lo necesito más me duele su ausencia, más me desespera no controlar su deseo.

    La experiencia amorosa es compleja porque en ella emerge la soledad. Soledad no sólo es estar solo: soledad es estar necesitado del deseo del otro y que ese otro no responda. En la indiferencia, no hay soledad. En el estado de ebriedad, en los efectos de los psicotrópicos, en el sueño o en el enamoramiento, no hay soledad, pero tampoco hay experiencia amorosa. Cuanto más amo, más solo me siento. Y entonces nos preguntamos: ¿cómo pasar de la indiferencia y del odio hacia la experiencia amorosa? ¿Cómo aprender a amar? Amar, por definición, no se aprende. El amor, como la soledad, no se aprende. Tan sólo podemos esperarlos. Juntos. Intentar enseñarnos el uno al otro a amar, en una inquietud compartida y en una difícil soledad.

    No es posible la posesión del otro, la fusión en un ser y el vínculo amoroso eterno; hay que reconocer el deseo del otro, la singularidad del otro y la posibilidad (siempre presente) del fin. Este amor es un atributo del reconocimiento de que el otro es un ser deseante: su deseo no se agota conmigo.

    No puede haber amor si no hay soledad. Cuando el amor se convierte en incondicionalidad, la soledad deja de ser el punto de partida y se muda en condena y odio. Cuando el deseo es la condición del amor, entonces ya no se ama por obligación; sin embargo, la fragilidad abre un espacio de certidumbre y de angustia: el otro puede dejar de desearme. El amor sin deseo se convierte en odio y el deseo sin amor en indiferencia.

    La vida duele, pero queremos jugar. El amor es posible cuando los dos amantes pueden ampliar su espacio lúdico. Cuando una relación se petrifica, es necesario barajar de nuevo. En ese movimiento podemos perder seguridad pero ganamos disfrute.

    No hay amor completo porque el deseo es su posibilidad. No hay Uno porque hay alteridad. Así, queremos seguir jugando: cuanto menos posesión, mayor placer. Cuando el deseo del otro se nos escapa, el cuerpo nos duele y la existencia nos asfixia. Aun así, el otro no tiene la culpa de su retirada: aprendemos a reír en nuestro llanto.

    El amor puede también ser hueco entre dos soledades que se saben irremediablemente solas, se aproximan sin esperar completar nada. El amor es felicidad pero, desembarazado de la experiencia de la angustia, es mueca congelada de una posesión sin vida.

    Mientras morimos, aprendemos a amar. Aprendemos a amar aprendiendo a habitar nuestra soledad; así, acontece nuestro ser mortal. No hay amor puro: la experiencia amorosa es mezcla de odio, dolor, placer, soledad, pérdidas, muerte… Para evitar el dolor, podemos abandonar la esperanza amorosa, pero nos convertimos en seres indiferentes, tristes, aburridos…

    Sólo cuando puedo dejar de atribuirle al otro la causa de mi mal, puedo saber que mi odio es, en realidad, mi dolor de existir.

    Autor: Comunicación Clínicas CITA

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